martes, 26 de abril de 2011

60 AÑOS DESPUÉS

Cuando desperté, me sentí cansado, mi cuerpo estaba entumido.
Un tenue rayo de luz, que apenas alcanzaba a filtrase por entre las
cortinas de la ventana, causaba un agudo daño a mis ojos.
Quedé inmóvil unos segundos.
Pensaba en cuánto tiempo me habría quedado dormido.
Mi columna vertebral apenas comenzaba a dar señas de su existencia.
Me sentía tan cansado, y al mismo tiempo, en mi corazón se aprisio-
naba un viento como de un eterno descanso,
indescriptible sentimiento.
Decidí levantarme.
Mi cuerpo no respondía a las órdenes de mi cerebro.
Me costó un gran esfuerzo quedar sentado al borde de mi cama.
“Un momento”, pensé, “Me han cambiado de habitación mientras
dormía”.
Todo se veía sombrío, melancólico, con un olor a nuevo que
parecía viejo; algún tipo de hedor que se había quedado petrificado
durante mucho tiempo.
Estaba delirando.
Conforme abría los ojos, los tonos lúgubres de la habitación,
se volvían carmesí, y luego, tras unas pequeñas luminiscencias
de colores, que se disipaban por toda la habitación,
todo se volvió claro.
Me levanté de la cama. Mis piernas temblaban.
Le costaba mucho a mis pulmones poder sostener el aire.
Tosí dos o tres veces. Me sentí mareado.
Cubrí mis ojos con mis manos, e, inesperadamente, 
aprecié una extraña textura en mi piel. Observé detenidamente:
mis manos estaban manchadas y arrugadas. Volví mi rostro de prisa
buscando un espejo, no había ninguno.
Seguí palpando con mis manos todo el contorno de mi rostro.
Estaba muy diferente a como lo recordaba, no cabía duda.
Miré mi cuerpo. ¡Oh, espantoso sueño! ¡Siniestro desvarío!
¡Me vi viejo, decrépito, flácido!
“¡Es un sueño!”, me dije, “¡Debo estar dormido todavía!”
Quería creer que era así. Apreté mis ojos, quería despertar,
intenté correr hacia ningún lado. Caí.
Un intenso dolor recorrió mi cuerpo.
Tuve ganas de llorar. Me revolqué por el piso.
Mis huesos eran pesados y rancios. “¡Qué pesadilla, Dios mío!
¡Qué pesadilla!”
Apoyé mis brazos sobre la cama, y me levanté muy despacio.
Me volví hacia donde se encontraba la única puerta.
Me dirigí hacia ella. Muy despacio, la abrí. Salí de aquella recamara,
aún con la creencia de que todo aquello era un sueño, un triste sueño.
Fuera de la habitación, hallábase un largo pasillo. Anduve vacilante
por un momento. A dos o tres metros de la puerta de donde salí, se
encontraban dos más, una a cada lado del pasillo.
Una de las puertas estaba entreabierta.
Acerqué mi oído a aquella puerta. Escuché un leve zumbido. Era una
menuda respiración entrecortada. Me dio miedo entrar.
“Es sólo un sueño” pensé, necesitaba valor para abrir aquella puerta.
Finalmente, abrí. La forma de aquella habitación me pareció extraña,
sin embargo, los objetos y el olor, me eran familiares.
En una cama, yacía dormida, una frágil anciana. Tenía los ojos cerra-
dos, su pecho iba de arriba a abajo de manera precipitada.
Se veía enferma, muy enferma.
Me acerqué parsimoniosamente. Su rostro me parecía conocido.
Su respiración se aceleraba por momentos, y luego,
se calmaba un poco. Yo no podía dejar de verla.
Me causaba una gran tristeza, un gran sentimiento de añoranza y
melancolía.
La anciana abrió sus ojos. Me miró detenidamente. Su pecho dejó de
hacer aquel extraño movimiento.
Los dos nos miramos inmovilizados, en silencio, durante largo tiempo,
mucho tiempo.
“¡Madre!” exclamé, mientras me dejaba caer sobre su costado.
Ella derramó decenas de lágrimas, mientras sus labios resecos
temblaban como queriendo decir algo.
“¿Qué ha pasado?” decía yo, casi llorando, con un nudo aprisionado
en mi garganta. Mis huesos me dolían más que nunca.
Todo en mí, era dolor y sufrimiento.
“Esto no puede ser más que un horrible sueño ¡Un espantoso sueño!”
Un sueño que me causaba desdicha, tristezas, y miedos.
“¡Todos estos años! ¡Todos estos años!” repetía mi madre llorando,
“¡Todos estos años! ¿Por qué, hijo?"
Yo no entendía lo que decía, ¿Cuáles años? Sólo me quedé dormido
un momento.
Sentía que un viento helado llenaba mis pulmones. Tuve escalofríos,
terribles escalofríos de ver a mi madre tan anciana, allí, tendida,
enferma, llorando. ¡Oh, espantoso sueño! Quería despertar, quería
despertar.
No soportaba ver a mi madre llorando, y repitiendo siempre lo mismo:
“¡Todos estos años! ¡Todos estos años!”
No soportaba aquella escena, me aterrorizaba, me daban ganas de
vomitar, de azotarme contra la piso.
Por fin, desesperado, aún temblado, aún con ese frío y ardiente dolor,
me abalancé a abrazar a mi madre. La abracé como nunca antes,
me entregué a ella en un abrazo de esperanza, tratando de encontrar
en su regazo, la pérdida del temor, que en aquel momento sentía.
Mi madre dejó de llorar, dejó de moverse cuando la tenía entre
mis brazos.
Murió.
Me alejé de ella desconcertado, incrédulo. Era un sueño,
sólo un sueño, eso era todo y nada más.
Caminé por la habitación, tiritando de miedo y negando
lo que parecía la realidad.
Me encontré frente a un espejo. Y, ahí, estaba yo, ¡VIEJO!
Un hombre anciano, tétricas arrugas surcaban mi rostro,
mi boca sin dientes, mis labios sin vida;
mi cuerpo encorvado; y mi cabello cenizo.
¡¿Cuánto tiempo me quedé dormido?!

ESTA HISTORIA CONTINUARÁ...

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